domingo, 9 de mayo de 2010

SENADOR PEDRAZA PARTICIPÓ EN SEMINARIO DE LA UNIÓN DE PARTIDOS LATINOAMERICANOS, UPLA


SANTIAGO DE LOS CABALLEROS (República Dominicana). Mayo 1 de 2010. Con la conferencia "El rol de los parlamentarios en el Gobierno participó el Senador Jorge Hernando Pedraza en el Segundo Seminario de cooperación e intercambio de experiencias entre los jefes de bloques parlamentarios de Unión de Partidos Latinoamericanos, UPLA, reunidos en la ciudad de Santiago de los Caballeros, República Dominicana.

El Senador Pedraza fue invitado a participar en este evento en su condición de Vocero del Partido Conservador Colombiano. Las deliberaciones, a las que asistieron representantes de todos los países de América Latina se realizaron durante los días 29,30 d3 abril y primero de mayo.

El siguiente es el texto de la conferencia dictada por el Senador Pedraza: "Para comenzar, es conveniente aclarar que aunque el concepto de “parlamento” es propio de los regímenes parlamentarios que caracterizan a las democracias europeas y de otros países como Japón y Rusia, mientras que el concepto de “Congreso” identifica al órgano legislativo en los sistemas presidencialistas que imperan en América y denota la separación de poderes, el uso popular ha hecho que estos conceptos se vuelvan sinónimos, y, en consecuencia, seguiremos esa tendencia.

El parlamento es la columna vertebral de la democracia, aceptada esta como el poder del pueblo, como fundamento último de la legitimidad del poder político, la aplicación de la soberanía popular. La democracia como sistema político y de organización social es inherente a la libre voluntad de los ciudadanos, valga decir, de la voluntad del pueblo. Una definición mínima pero contundente de democracia la dio el respetable estadista y connotado conservador Winston Churchil cuando afirmó: “La democracia es un régimen que tiene muchos defectos pero que tiene una gran ventaja: todos los demás sistemas políticos tienen defectos más graves”.

No existe, ni ha existido nunca, ni podría existir, un régimen democrático en el que la función de legislar no esté en cabeza de un órgano de elección popular e independiente del Ejecutivo. Por el contrario, cuando en algún país el gobierno se vuelve tan poderoso que termina desplazando al parlamento, pronto asomarán las sombrías fauces de la dictadura. Importa, pues, a todos los aquí presentes y a todos los latinoamericanos que amamos la democracia y abominamos los autoritarismos, que nuestros congresos no sean nunca dóciles instrumentos, fácilmente manipulables por los gobernantes de turno.

Tradicionalmente se ha enseñado que los congresos – y la democracia – nacieron en Grecia, concretamente en la Atenas clásica, que llegó a su plenitud en el siglo VI A.C. Los ciudadanos atenienses, que en realidad eran una pequeña minoría dentro de la ciudad – la alta burguesía, o la oligarquía, diríamos hoy – se reunían en la Asamblea y decidía todas las cosas importantes de la ciudad, incluso los nombres de sus gobernantes, cuya autoridad siempre se quería restringir, precisamente para evitar las arbitrariedades. Pero una vez el huracán inevitable de la historia arrasó con la Grecia clásica y dio paso al Imperio Romano, primero, y a la larga Edad Media, después, el concepto de democracia desapareció del contexto europeo por cerca de 1.600 años.

Anotamos, claro está, que la República Romana fue una institución democrática, que fue destruida cuando la riqueza y las conquistas territoriales la hicieron inviable. La genialidad de Julio César consistió precisamente en entender que Roma no podía ser una gran potencia, mientras simultáneamente fuera una República, pues la ferocidad de los conquistadores no admite el freno de las leyes, característica de un sistema democrático.

La democracia moderna, su hermano gemelo, el estado de derecho, y su más rigurosa expresión, el parlamento, nacen, entonces, en la Inglaterra absolutista del siglo XIII. Y tienen fecha de nacimiento y partida de bautismo: Fue el 15 de junio de 1215, cuando el Rey Juan sin Tierra firmó, presionado por los nobles sajones, el documento que la historia conoce como “La Carta Magna”. Es la primera Constitución de la historia moderna. En ella se consagran, por vez primera, instituciones tan sagradas para todos los seres que amamos la libertad como el Habeas Corpus, el debido proceso, las libertades y derechos fundamentales de la nobleza, y un principio que se ha mantenido incólume con los siglos: Aquel que pregona que “No hay impuestos sin representación”, tan importante, que es el origen mismo del parlamento, que en principio fue esencialmente una asamblea de los nobles convocada por el Rey para fijar las contribuciones, especialmente en las frecuentes épocas de guerra.

Tengo la sospecha de que en ese acto histórico que fue la redacción y firma de la Carta Magna poco o nada tuvo que ver la historia griega, ya que estos nobles ingleses estaban simplemente furiosos con su rey, que irrespetaba sus derechos, se rebelaron, y lo pusieron en graves apuros. La inmensa mayoría de ellos ni siquiera sabía leer, como era usual en esa época, de modo que es muy poco probable que por lo menos supieran de la existencia de Grecia y de la importancia que para la historia tenían sus grandes pensadores.

En conclusión, la Democracia Occidental y la institución parlamentaria las inventaron los ingleses. Su ejemplo se imitó después en Europa. Ya sabemos que casi seis siglos más tarde, al convocar el Rey Luis XVI los “Estados Generales”, que eran algo así como el parlamento de los franceses, se precipitó la Revolución Francesa y que algunos años más tarde, cuando los españoles enfrentados a Napoleón convocan sus “Cortes”, la injusta y casi insignificante representación que se le quiso dar a los habitantes de las colonias americanas, fue el detonante de nuestra emancipación.

Y así llegamos, saltando por encima de los siglos, a las democracias modernas. Locke y Montesquieu estructuraron, desde Inglaterra y Francia, la teoría que constituye la columna vertebral del sistema democrático: La teoría de la división del poder público en tres ramas, que tienen la misión esencial de controlarse entre ellas, y de evitar que alguno de los actores se vuelva tan preponderante que se adueñe de la escena. En este esquema, los congresos y parlamentos hacen las leyes, los gobiernos las ejecutan, y los jueces las hacen aplicar y castigan a los infractores.

En el caso colombiano, que me corresponde vivir día a día y deseo referenciar con brevedad, la Constitución Política vigente, expedida en julio de 1991, consigna en el título VI, bajo el membrete: “De la rama legislativa”, los preceptos que rigen el Congreso de la República. Son 55 artículos que van del 132 al 187. Como funciones generales se asignan a esta Corporación las de reformar la Constitución, hacer las leyes y ejercer el control político al Gobierno y a la administración. Está integrado por el Senado y la Cámara. El periodo de los congresistas es de cuatro años. Como prohibiciones se establecen: inmiscuirse en asuntos de otra rama del poder público; exigirle al Gobierno información diplomática, dar votos de aplauso o censura a los actos oficiales; autorizar viajes al exterior con dinero del Estado. Los Representantes a la Cámara corresponden a circunscripción territorial, es decir, los eligen en cada uno de los 32 departamentos y del Distrito Especial de Bogotá y los senadores, a la jurisdicción nacional.

Pero entrando en materia para abordar el tema central de esta charla y entendiendo como parlamentario en el gobierno a aquel que hace parte de la coalición que respalda al ejecutivo, debe anotarse que este es quien apoya y defiende las iniciativas y acciones gubernamentales. Por supuesto, los parlamentarios en el gobierno deben constituir la mayoría del parlamento, pues de lo contrario sería inviable la administración del poder ejecutivo.

Obviamente, la disparidad de procedencias ideológicas generan dificultades, en ocasiones insalvables, en esas coaliciones de gobierno. Personalmente en varias ocasiones, primero como Representante a la Cámara y luego como Senador de la República, a pesar de conformar la coalición mayoritaria de gobierno he tenido que separarme de iniciativas gubernamentales, pues cuando el interés oficial entra en conflicto con el interés de la comunidad, siempre me quedo con esta último, pues a ella me debo y es a la que represento.

Así han funcionado las cosas, bien que mal, hasta los tiempos actuales, en las democracias occidentales, y últimamente en importantes naciones que despertaron de la pesadilla totalitaria. Sin embargo, en esta época ocurren tres fenómenos que en mi modesta opinión amenazan el equilibrio de los poderes públicos y nos están encarrilando hacia un modelo democrático no experimentado hasta ahora: Me refiero, en primer lugar, a la complejidad de la vida moderna, que ha agigantado el poder del Ejecutivo en perjuicio del legislativo; en segundo lugar, al gran protagonismo que en algunos países, como Colombia, ha adquirido el poder judicial; y en tercer lugar, a la aparición de instituciones como los medios de comunicación y las organizaciones ciudadanas, que en gran medida ejercen un control social muy eficaz sobre los poderes públicos, con un influjo evidente en el desarrollo democrático.

Analicemos entonces las implicaciones de estos tres fenómenos que mencioné hace un momento: En primer lugar, la manera como la complejidad de la sociedad moderna concentra el poder en el Ejecutivo, en desmedro del órgano legislativo.

Cualquiera de nosotros sabe que, por regla general, y esto es válido también para los países desarrollados, los proyectos de ley exitosos son aquellos que han sido presentados o han gozado del beneplácito del Gobierno. Muy pocas veces los proyectos que tienen iniciativa parlamentaria logran convertirse en leyes, a menos que no tengan mucho alcance y su importancia sea relativa. Y si el Gobierno se opone al proyecto, su fracaso es casi seguro.

Esto ha llevado a algunos analistas a pensar que el equilibrio entre las ramas del poder público se ha roto, pues en la práctica la función de expedir las leyes la tiene materialmente el poder Ejecutivo, si bien, naturalmente, sigue formalmente en cabeza del Legislativo. Ello es más notorio en temas tan importantes como el económico y las relaciones internaciones. En el campo económico, los gobiernos disponen de un ejército de asesores, generalmente muy bien calificados, que lo orientan en la toma de decisiones, y dispone así mismo de toda la información necesaria para tomar esas determinaciones. Los congresos, en cambio, sobre todo en los países pobres, carecen de esa valiosa y eficiente infraestructura intelectual, de tal manera que siempre el Gobierno tendrá ventaja a la hora de debatir los grandes temas de la economía. Lo mismo sucede en las relaciones internacionales, tema que por lo general es del resorte exclusivo de los gobiernos.

En segundo lugar, debo destacar el protagonismo que en algunos países, como es el caso colombiano, ha adquirido el poder judicial. Protagonismo que en los Estados Unidos es de vieja data, pues allí se ha dicho, quizás en forma exagerada pero con algo de razón, que su sistema es “un gobierno de los jueces”. En gran medida porque muchos de los grandes hitos de la democracia norteamericana han sido marcados por célebres sentencias de algunos de los grandes juristas que han pasado por su Corte Suprema de Justicia, uno de los cuales, el juez Marshall, trazó con sus sentencias el perfil característico de la sociedad en el siglo XIX.

En Colombia, la Corte Constitucional, juez supremo de la constitucionalidad de las leyes, a través del mecanismo llamado “Modulación de Sentencias”, en varias ocasiones ha ejercido una auténtica función legislativa, interpretando las leyes con tal amplitud que ha llegado a sustituirlas e incluso a darle órdenes al Gobierno y al Congreso. En otras ocasiones, ha decidido que una ley es inconstitucional, pero aún así le fija determinados efectos hacia el futuro, por lo que algunos de nuestros académicos y analistas políticos consideran que la Corte ha desbordado sus funciones y ha invadido la órbita del Congreso. De la misma manera, contrariando el texto mismo de la Constitución, ha decidido que ciertos principios constitucionales son intocables por parte del Congreso, lo cual viola, no solamente una tradición jurídica nacional, sino el texto mismo de la Carta.

En tercer lugar, debemos destacar que la televisión, la radio y la prensa escrita se han erigido, no solamente en fiscales, sino incluso en jueces de gobiernos y parlamentos, de tal manera que hoy son un auténtico cuarto poder dentro de los sistemas democráticos. Con la ventaja de que normalmente no responden ante nadie, pues las leyes que protegen la libertad de expresión son generalmente muy generosas con ellos. O lo son los jueces, a la hora de interpretarlas, en desmedro de la clase política que integra los parlamentos.

Un papel similar están jugando algunas organizaciones sociales de inevitable contenido político, e incluso las redes que se arman con pasmosa velocidad a través del Internet.

Todos estos fenómenos están transformando la función tradicional de congresos y parlamentos. Se ha dicho que su función ya no es la de expedir las leyes, sino la de ejercer el control político sobre el Ejecutivo, en ser el fiscal del Gobierno. Tarea que no es fácil, porque no siempre la información necesaria para cuestionar las acciones del Gobierno está al alcance de los congresistas, y porque la debilidad de los partidos políticos en los países subdesarrollados hace que a los congresistas que se vuelven demasiado incómodos para el gobierno de turno, se le dificulte la reelección, pues con frecuencia la maquinaria oficial lo aplasta electoralmente.

El tránsito de las sociedades latinoamericanas hacia la modernidad, no es posible sin el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Si alguna lección podemos sacar de nuestra historia común, es la del daño inmenso que nos han hecho los caudillismos, de todos los matices. Y en esa ingente tarea de lograr que las instituciones sean más importantes que los caudillos, es vital lograr que nuestros congresos sean percibidos por los pueblos como instituciones sólidas y confiables, que recuperen su misión fundamental de servir de correas de transmisión de las angustias y de las necesidades populares".